«MALVÍN Y SUS CIEN VELITAS»
Pasajes de una nota de Fabio Guerra. Semanario Brecha 29-11-96
Mucha agua corrió durante 100 años desde que las lavanderas le pusieron el primer nombre. Hoy, entre prevenciones e invasiones, Malvín pelea. Sin fin.
Apenas salido del aeropuerto, el malvinense se dio cuenta que su país tenía muchas más rejas que cuando él se había ido a Perú, años antes. Avenida Italia le fue confirmando esa férrea bienvenida y, cuando por fin entró a su vieja barriada sin fin, la cosa le quedó clara: las rejas están incorporadas al paisaje. «Nosotros nos metemos atrás de las rejas y dejamos a los ladrones afuera», dicen que comentó.
La obligada protección contra los crecientes robos no es el único cambio que se aprecia en «La República de Malvín» -como gustan llamarla sus fanáticos- en los últimos tiempos. La ocasión del festejo de sus 100 años permite acercar la lente a la cantidad y calidad de esas mutaciones ocurridas en una de las zonas residenciales más grandes de la capital. Como en Pocitos, las grandes firmas constructoras están decididas a adosar un collar de torres en la rambla -que, de paso, infla los precios del parque inmobiliario-; y como una solución económica para el que vende su casa. A edificios nuevos, gente nueva. La que viene o vendrá a las torres y la que levanta casas con piscinas, amplía chalés y expande un aire de «nuevos ricos» en calles que, a fines del siglo pasado, transitaban lavanderas. La típica definición de Malvín como un barrio de clase media mudó a esa convivencia con gente de otro poder adquisitivo, evidente en forma y contenido. Para algunos, una herida de muerte a la identidad «familiar» que el barrio siempre exhibió con orgullo. Para otros, un mal al que hay que acomodarse manteniendo el espíritu.
Los animadores de los festejos del centenario (que comenzaron el domingo 3 y culminarán el 1º de diciembre) apuntan directamente a ese objetivo de rescate de la tradición. El programa privilegia las actividades sociales y deportivas, reubica en el protagonismo que supieron tener clubes como La Isla (chiquito y bochófilo, de Michigan y la rambla), Relámpago (la Meca de la gurisada futbolera) y a la vedette basquetbolera que dio al barrio los cracks que ahora recorren el mundo, el Club Malvín. Se suman los lugares que, desde la historia y el presente, siguen aportando señas de identidad: el viejo molino de Pérez, el Teatro de Verano Alfredo Moreno, la Escuela Experimental y, aunque duela su defunción bajo lluvia de escombros, el legendario cine de la playa.
Mientras la conmemoración brinda el marco de reencuentro, quien llega de afuera puede apreciar que algunas familiaridades persisten: todavía hay veteranos que se juntan en La Isla, jóvenes de todas las edades charlando en las esquinas, un tránsito vehicular lo suficientemente tranquilo como para que surja algún «picadito» en la calle, las vecinas que en el supermercado o en la vereda tienen tema. Con un pico en carnaval, donde la cita obligada es en el Club Malvín y, por supuesto, la playa. Elemento aglutinador por excelencia, todas las relaciones sociales hacen pie en la arena. De mañana o de noche, con una pasada obligada en el bar Michigan (de Orinoco y Michigan), las piernas de los malvinenses se encuentran en situación de ir o venir de la playa.
«Los veteranos de ahora no son los de antes; es un hecho que después de las ocho de la noche no te podés quedar en la playa porque te congelás», afirma Esmeralda Rodríguez, secretaria del CCZ 7. Recuerda que hace dos décadas la gente no sólo vivía «tostada», sino que hasta pescaba a la luz de las estrellas. Eran los tiempos en que la población mayoritaria estaba constituida por bancarios, profesionales, maestros. Cuando la crisis no les había dado de lleno y la diferencia con Carrasco y Pocitos se centraba en la sensación de pertenencia y la posibilidad de mantenerla. Ahora, la pertenencia subsiste en el malvinense de ley (aun en los que se fueron del barrio), pero se enfrenta a la idiosincrasia de la inmigración instalada.
La juventud es elemento clave en esta lucha. Clubes como Unión Atlética hacen lo suyo y el grupo recreativo La Ronda limpió y acondicionó el desvencijado Teatro de Verano, otrora reducto carnavalero, donde hace muy poco se realizó un festival de rock y hay planes de seguir con actividades. Buena parte de los grupos roqueros que están sonando en la escena montevideana -Pepe González entre ellos- tiene integrantes del barrio. Sin contar la pléyade de artistas y deportistas que vivieron o viven en el ámbito malvinense: Alfredo Zitarrosa, Héctor Numa Moraes, Pepe Guerra, Eduardo Galeano, Marcelo Capalbo, Milton «Tornillo» Viera, Washington Tabárez…
Dos organizaciones sociales están proyectando reflotar la biblioteca que funcionaba en el molino de Pérez, construcción de piedra y ladrillo de dos plantas erigida hacia 1840 por quien le diera el nombre, don Juan María Pérez, constituyente de 1828 y ministro del presidente Fructuoso Rivera. En su molino -Fleming y la rambla, parque Baroffio- ya no gira la rueda que aún se conserva como un esqueleto circular, y las paredes surcadas de graffitis esperan un reciclaje que les permita abrir las puertas. Dentro, por alguna ventana que quedó abierta, se ven cementerios de sillas amontonadas que, seguramente, pertenecieron a la biblioteca que se pretende resucitar, agregándole actividades que transformen la vieja construcción en un centro cultural.
De la pagoda al museo
Don Andrés Barreto tiene 76 años y es hijo de una de aquellas lavanderas que, desalojadas de Pocitos por el avance edilicio (la historia y sus repeticiones), recalaron a fines del siglo pasado en la laguna de la calle Bermejo (hoy Decroly). Malvín se llamaba entonces «La laguna de las lavanderas».
En parte del terreno de esa laguna, Barreto recuerda que un tal Pancho González construyó un jardín japonés con pagoda incluida. Todo estaba hecho con cañas de bambú traídas de origen -González trabajaba en la Aduana-. El lo ayudó, al tiempo que cazaba ranas en los pajonales aledaños e iba en el carro, con sus padres, a llevar la ropa limpia a los clientes del Centro, una vez por semana. Claro, por la época no era fácil salir de Malvín, un territorio repleto de médanos y manantiales por un lado y de studs por otro, sin caminos más que para los carros. Había que ir hasta Solano López y Avenida Italia para lograr agenciarse un tranvía. Los recuerdos brotan. Su número 12 de inscripción en la Escuela Experimental, el «vareo» de los pura sangre en la playa, los turistas que venían con valijas y alquilaban al momento, los ranchitos costeros que se usaban sólo los fines de semana, el caramelero «Catón», que vendía por sistema de lotería, a riguroso tanteo en bolsa de nailon. «Eramos familia», dice, con aire resignado. Y la picardía: cuando se avecinaba tormenta, todo el mundo arrancaba para el legendario bar Rodelú. Se sabía: a punto de largarse el chubasco, y con su excusa, el malón rajaba sin pagar. La fiesta terminó cuando los mozos comenzaron a cobrar a pedido servido.
Omar Medina es dos años menor que don Barreto, pero le sobra cartucho para no aflojarle a la actividad febril, repartida entre su lucha por la preservación ecológica de la Isla de las Gaviotas (otro emblema del barrio) y la animación del Museo Marítimo. Fundado en 1988, el museo contiene la colección de documentos, uniformes, artefactos e historial marino más completa del país. Reflejo del pasado de su creador, orgulloso que pasó 45 años navegando en 38 barcos de 8 naciones. «Di la vuelta al mundo seis veces y llegué a 356 puertos». Hace 50 años que está en el barrio y no sólo le preocupa la isla, sino también el macabro récord de accidentes de tránsito que registra la rambla. «La agarran de autopista cuando salen de los bailes y prácticamente no hay semana que no se mate uno», dice. Y el problema de la seguridad vuelve a aparecer. Para los viajes a la isla, Medina tiene una lancha Zodíaco, donada por Suecia y equipada con los elementos que le exige Prefectura Nacional. Exactamente el mismo modelo que utiliza el oceanógrafo francés Jacques Costeau, aclara. Antes, durante el día, la dejaba en la vereda. Ahora, aun a pleno sol, la guarda en el garaje de su casa, contigua al museo. «Hace poco a Prefectura le cortaron una con una navaja, por aquí cerca», se justifica.
De cortes y quebradas se acuerda don Hilario Aguirre, en el fondo de su casa (Rimac 1371). Allí, en un patio de galponcito con alero -resabio de lo que fuera un stud-, la charla se afinca en el recuerdo de cuando Gardel y Leguisamo se reunían para ver, bajo el mismo alero, a sus parejeros y, de paso, veranear. Don Hilario está repintando el cartel que da nombre a la casa: Villa Yeruá. «Es un lugar de Entre Ríos que le gustaba al que fue su dueño de esta residencia, Francisco Macchio».
Aguirre le «cae» al progreso y a sus consecuencias sobre la rambla y la vida barrial. Enfatiza que en Pocitos pasó lo mismo. Y menciona nombres ilustres del barrio. Entre ellos Zitarrosa, amigo de la casa. Olga Retamar, esposa de Aguirre, recuerda que poco antes de morir «el flaco» anduvo comiendo un asado con ellos en el patio. No se olvida cuando se llevó una de las palomas que crían con su marido, para sacarle una foto, con paloma y playa, a los 15 años de su hija Serena. «Era melancólico», dice él. Y ella, casi al unísono: «Hacía chistes».