Los deberes de Eva, nuevo relato de Luis Albornoz
Acaba de finalizar el verano y tenemos el privilegio de continuar recibiendo los relatos cortos de Luis Albornoz. En este oportunidad les presentamos Los deberes de Eva
Los deberes de Eva.
Cuando estaba en la escuela, por ciertas circunstancias familiares, tenía que ir a quedarme varios días (a veces, semanas) en casa de mi abuela materna. Como ya he dicho, ella era una gran lectora de novelas del Far West, que canjeaba todas las semanas en un quiosco. Era brasileña y casi no hablaba, mejor dicho, hablaba en apotegmas. En ese entonces era viuda, todas sus hijas ya se habían ido de su casa y vivía con una mujer, que era una mezcla de empleada y dama de compañía y que se llamaba Eva. A Eva la había traído de algún lugar de campaña, donde se había criado toda su niñez y adolescencia. Era una mujer enorme y muy robusta, que debía tener por ese entonces, unos treinta y pico de años.
Para mí, no estaba muy claro el rol de Eva en aquella casa. Por ejemplo, mi abuela que era la dueña de la cocina, le tenía prohibido cocinar graciasadios. También le tenía prohibido lavar platos y vasos, porque tenía un método radical de limpieza, es decir, los rompía. Para barrer era más o menos, no creo que entendiera mucho el concepto de la higiene, porque parecía que barrer para ella, era cambiar la mugre de lugar: la sacaba de un lado, pero la dejaba toda amontonada en un rincón de otro lado, o sea, no terminaba el proceso del barrido como corresponde. Tender camas, directamente no sabía, estiraba las sábanas y frazadas así nomás y le parecía que estaba bárbaro. Entonces, las tareas que mi abuela le encomendaba eran muy pocas, por ejemplo hacer mandados de cosas que no se pudieran romper, como huevos y botellas de vidrio. Pero como tenía una fuerza tremenda, podía traer bolsas de papas, zapallos, boniatos y cosas así. También podía hacer tareas que requerían músculos, como fregar una cocina económica de leña y dejar relucientes las ollas, sartenes y planchas de hierro. A su vez, aunque nadie lo hubiera imaginado, era muy romántica: se pasaba escuchando la radio canciones de amor y también bailaba sola, aunque había que asegurarse que fuera en un espacio amplio y abierto, para que no rompiera nada.
Como había hecho solo hasta tercero de escuela, mi abuela se había empecinado en educarla y la obligaba a ir a la escuela nocturna. Como yo a mi vez, estaba yendo a la escuela, resulta que estábamos cursando el mismo grado y por eso, mi abuela me dijo que la tenía que ayudar con los deberes. Cuando le dije que por qué no la ayudaba ella, mi abuela que hablaba poco y que cuando lo hacía, lo hacía en apotegmas, contestaba: “porque eu não sei, não me importo e sinto nojo (asco) de quem sabe”. Así que, por Descartes, quedaba yo con el clavo. Ahora que lo pienso, creo que eso debe haber incidido, en que nunca me interesó la tarea docente.
Mis dificultades eran imposibles de describir, casi tanto como las de Eva de aprender. Con la historia nacional, por ejemplo, repetía todo lo que había escuchado, pero mezclando todo a su antojo, como si las cosas hubieran pasado la semana anterior y como si conociera a los personajes. Podía decir cosas como: “Y como había mucho lío, Artigas juntó sus aperos y se fue para el río Uruguay, donde armó un campamento con otros gauchos que se pasaban todo el día comiendo asado con cuero y jugando a los naipes, mientras él se metía en un rancho con un secretario y le dictaba cartas para que le mandara a todos los revoltosos que andaban en la vuelta, a ver si podía arreglar todo aquel desbunde”. Dejando de lado los detalles, si le preguntaba más o menos en que años era todo eso, lo máximo que le podía sacar era “en el siglo 19”, lo cual ya era todo un logro, es decir, que entendía que no había pasado hacia poco.
Cuando venía la aritmética, me venían ganas de ir yo a buscar la bolsa de papas y otras hortalizas, pero mi abuela se mantenía terca en su propósito. Por ejemplo, para sumar cifras de tres dígitos, yo no podía decir como la maestra, “me llevo tres”, porque ya venía la pregunta “¿cómo me llevo, para donde?”. Así que, tuve que inventar otro método, que era descomponer en centenas, decenas y unidades y así, para hacer una suma sencilla, me podía llevar unos cuantos minutos. Con las divisiones era peor: aquella especie de escuadra abierta hacia le derecha donde se ponía el divisor y hacer el traslado de aquí para allá, era complicadísimo y cuando encima había un resto, era directamente imposible explicárselo (aunque ahí le daba un poco la razón, todo aquello parecía que lo había inventado un tipo que nunca tenía que hacer divisiones en la vida real).
El método que decían en la escuela diurna de “planteo, pienso, razono, resuelvo” no funcionaba en la nocturna o por lo menos, con Eva, que era mi única preocupación educativa, aunque en realidad, mi verdadera preocupación era terminar de una vez, a ver si me quedaba algo de tiempo, para jugar a la pelota en la vereda. Pero mi abuela siempre andaba dando vueltas, vigilando y cada tanto le decía algo así como: “Aprenda de uma vez o que você vai precisar na vida”. Y a mí: “Não seja preguiçoso, dê as dicas (indicaciones) para ela”.
Bueno, por suerte para todos, mis estadías eran a término. Pasados los problemas familiares, yo volvía a mi casa, aunque todas las semanas, acompañaba a mi abuela al mencionado quiosco, para que pudiera cambiar sus novelas del Far West. Y de Eva, también por suerte, en la escuela nocturna, habían verdaderos profesionales de la educación, que ya se iban a encargar de ella. Después de todo, para eso se supone, que habían estudiado.